domingo, 1 de mayo de 2011

Partirse. Humedad.

No pasa nada por partirse un poco.
De vez en cuando ocurre. Te partes.
Sabes que algo (un hecho, una persona, un suceso absolutamente intrascendente para el devenir de la historia) se ha quebrado dentro de ti, en una especie de habitáculo de cristal donde se acumulan nostalgias y emociones y miserias y sueños, propios, ajenos, aprendidos, inventados. Ese pequeño habitáculo se disecciona.
La reacción física es de encogimiento: los órganos se aprietan. Tú te aprietas. Realizas un viaje en el tiempo que te hace anhelar la sensación de seguridad que podían darte tus padres sólo con un abrazo. Cuanto más hablas, es peor, porque no son cosas de hablar. No son cosas de ordenar con sujeto-verbo-objeto. Te estás partiendo y sólo vale el balbuceo y el lenguaje emocional, el lenguaje que trasciende el orden, que reinventa el orden para poder decir, lo que si dices ordinariamente, ofendes.
Por eso, te partes. No pasa nada. Sólo era ese pequeño habitáculo que sangra un poco de agua, o de lloro. Es la miseria de siempre. La conoces. Sabes su olor. No pasa nada por partirse un poco. O tal vez sí, porque ya son muchas las veces y cansa y se hace tedioso. De partirse tanto, puede una terminar convirtiendo su ironía en cinismo, y morirse de asco.
No, pero eso no va a pasar. Las gentes no mueren de asco. Se parten y se recogen. Quedan trizas. Quedan las humedades que dejan los líquidos o los lloros. Las humedades de partirse. Todos conocemos ese olor. Sí. Terminas oliendo como los disfraces del baúl cuando los recuperasteis en aquella inundación. Tú olerás así, con los años. Olerás a la humedad filtrada de algo que se ha roto, se ha limpiado, pero ha permanecido como partícula adherido a tus interioridades sin nombre, a tus habitáculos de cristal, que de vez en cuando, se parten.

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