jueves, 5 de mayo de 2011

No sé, quizá fue mayo. Quizá sólo el amarillo.

Invento cosas con la precaución de que no sirvan para nada. Situaciones, diálogos. Construyo palabras de morfemas imposibles y dejo que me envista el juego. Así es más fácil, cuando la proclama es lo inservible, cuando el reclamo es fútil. Nada se puede esperar, y sin embargo, todo.

Por ejemplo, te recoges la nuca en una cola para que mayo te entre por el cuello. Vas a amarte, porque es mayo, porque estás enferma de mayo y de su cólera azul, y de su sol y azufre. En el coche aprendes que la rumba nace de una región calamitosa, que te sale de dentro, y electrocuta. Te dejas ceder a la sordidez del ritmo. Llegas, y una multitud sin individuos, se mueve blandamente. Te sientas y eres la señora negramente vestida, que mira desde el banco. Aparece él. Él, que mira viejamente, como siempre, sí. Mira vieja, sórdidamente. Y hoy da igual. He visto en las mimosas, mi piel encarnizada. En las mimosas, sus ojos y su verbo, amarillo y caliente. "Hazlo ya", le ordeno. Él saca de una bolsa marrón su cámara de retratar muchachas, los jueves a la una. Me descubro el hombro, y vuelo a soltar el pelo. Mientras miro, el infinito, sus mimosas y mayo, suena el click.
No era tan difícil.

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