sábado, 28 de mayo de 2011

No le debía ningún tipo de explicación, pero entienda esto

Estaba convencida de que usted era la primavera. Lo creía firmemente. Me confundió la manera que tenía de proyectar su sombra. La constelación de lunares que albergaba su espalda. Los geranios en flor de los balcones. Eso era usted. Y era violento porque yo me olvidaba de todo. Me olvidaba a veces de latir o de respirar, y sólo murmuraba cosuchas de abril encendido.

Con el caudal del sol, al poco, aprendí que también podía ser verano y sus tardes detenidas y su humedad costera y los vahídos. (Me apoyo en la pared, estoy mareada, hay algunas notas que no encajan). Los aires de septiembre le hicieron ocre y salieron, empezaron a brotar sus miserias de usted, sus miserias marrones, que fueran también miserias mías. Que no quise verlas ya lo sabe. Que está bien el primer jersey de detrás de agosto, pero no los torrentes de lluvia y de gris, y de frío. De frío medular. De un frío que te deja la boca mustia y el cuerpo breve. ¿Sabe? Todo aquello fue la oquedad. Conocer la oquedad y el frío. La humedad que se filtra poro a poro en tu columna. Había llegado el invierno y sus pautas. Yo lo imaginaba hermoso. Imaginaba una rutina de flores en el baño. (Déjeme que sean flores blancas...).

En fin. Ya está.

Usted podía ser la primavera, pero era más un invierno que yo no quise ver ni podía transitar, y me estaba dejando sequita de mí, sin florecer, sin volar a las siete de la tarde. Por eso me fui, a buscar primaveras. A hacer palabras. A pasear sobre los pétalos violetas.

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