martes, 17 de enero de 2012

Dodecafónicamente

Le digo jazz.

Cuando él no me ve, cuando ni él siquiera puede intuirme, le nombro jazz.

Conjuro mis vocales para que me mencione do-de-ca-fó-ni-ca-men-te. Acordes como pliegues de piel. Él ni siquiera puede intuir esta dramaturgia. El melancólico hacer del compás en un cuerpo.

Tejo.

Tejo a sus espaldas espasmos de palabras. A veces hablo de las traviesas de sus ojos. De los azulejos blancos y rojos de una cocina donde se hornea pan, donde bailamos el sonido de Nueva Orleans. El plano se corta en la cintura, pero se oyen las risas y se notan las vueltas y se notan las manos que se buscan. Las manos que reconocen el amor y la carestía.

Otra vez ha desaparecido. Hay un son, un son son, que se ha quedado resbalado en las afueras. La oquedad de este yo puede balancearse en armonías y desequilibrios.

Quedo pulsando el pulso de su ausencia.