jueves, 28 de julio de 2011

Del languidecer

0.
Ustedes se creen que languidecer es simple. Créanlo.

1.
Es necesario pasar las piernas a través de la baranda y dejar que los pies cuelguen en el vacío (más allá de las cuerdas de tender, de las pinzas que sostienen los vecinos). Es necesario mirar el horizonte como un hecho o un objeto, dotado de tacto y de matices, dotado tal vez de voz: hacerlo interlocutor.
Luego, hay que llevarse a una misma con él, por encima del vértigo, sobrevolando calles y edificios, como si esa camisa de ahí abajo echase a volar, y ascendiese y descendiese y fuese algo que no tiene nombre (porque una camisa que vuela no tiene nombre, es algo que pasa) y comprendes cuando estás sentada con las piernas a través de la baranda, y languideces o haces de sol cuando se pone, y aprendes a trazar las líneas difusas, a hablarle de tú al horizonte.

2.
Languidecer así no es simple. Ocurre que las horas a veces se derraman en el suelo y tú las pisas y llenas toda la casa, todo el salón y el pasillo de huellas. Las horas y su densidad de barrizal. Y vas a la baranda o te sientas en el suelo del cuarto de baño o te pones de pie en la encimera o confías en que esa chica del espejo se atreva a dirigirte la palabra. Tibiamente, humana, con sus desperfectos y sus días de luz.

3.
La abuela tenía razón.
Si te pones en la corriente, te puedes constipar.
Yo también tenía razón.
¡Qué vengan las corrientes de aire del verano a levantarme la falda!

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