miércoles, 28 de agosto de 2013

Molino de agua


El valle es cuneiforme. Va a dar al mar del mar.

Ya saben: estamos en el sur del sur, donde anochece a las cinco de la madrugada, y donde las fieras pueden gritar todo lo fuerte que quieran porque la tierra se traga sus alaridos y los convierte estramonio. La parra se alarga por toda la espesura de la noche y el tiempo es agua todo rato. Es agua por las cañerías, por los cielos, por las baldosas de toda la casa. Así es el tiempo aquí: el agua en movimiento, en torrente, en estanco.

Gracias al cielo, la mano de dios dejó el valle en paz, así que no hay planta que se resista a ascender, no hay criatura que no se haya balanceado en el vientre materno de la hamaca. A veces lo decimos en la mesa, gracias al cielo, dios dejó el valle en paz. En la mesa siempre se dicen cosas así. De dios, de las palabras, de todas las ficciones en las que nos gusta creer en la sobremesa. Ahí, en las afueras de las horas, se definen las líneas imaginarias del plano de la ciudad que estamos construyendo. Bueno, lo cierto es que no sabemos bien en qué consiste la ciudad, ni ninguno es ingeniero de ciudades, pero lo de las líneas es cierto. Después de comer hacemos líneas imaginarias. Se dicen cosas grandes, hechas para modificar la materia molecular del universo. Pero se dicen casi sin peso, casi como si no se dijesen. Es como si aquí, en el valle dejado de la mano de dios, se trazase el tejido que sustenta el resto del planeta.


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