lunes, 19 de marzo de 2012

Voy a amasar estas palabras viejas. Haré un pastel esdrújulo, hemisferio de la concupiscencia, fresas como labios.

El sol se está templando y los verbos estos, estos que me acompañan desde allá atrás (¿los diez, los doce?) están manoseados, y voy a sacarlos al terraplén a que respiren. Quizá con esa brisa, con el olor de mimosa inminente, vuelva a quererlos. O vuelva, solamente vuelva. Así, conmovida, que el verbo sea un organismo trepador, que me voltee. Me dejé las alas una noche en un bar, y cuando llamé, se habían convertido en un efluvio. Es decir, que ahora tengo este cajón de palabras toqueteadas, con restos y huellas y manchas, y en vez de alas tengo un efluvio que no logro saber a dónde lleva. Claro que puedo caer por el río, puedo ser un canto rodado, hermoso y liso, mecido en una orilla. Tal vez en un octubre ocurra, pero ahora estoy en este desequilibrio verbal, que alimento y a veces me deja sin sombra y sin alas, ya lo he dicho, lo de las alas ya lo he dicho. El sol se está templando, esto también lo he dicho, saco estos verbos a voltear con la lavanda. Están tan usados y sin embargo, ahí, expuestos con esa luz medio apagada, me apetece acariciar sus esquinas, sus espinas, mi espinazo de verbo usado, merma solar, un puñado de plumas que quedaron en el suelo del cuarto de baño.

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