Estoy haciendo todo lo posible porque sea Navidad, pero en mi mente todavía estamos en noviembre. Lo de tener tiempos propios implica que a veces se descuadran los calendarios. Sin embargo, puedo contar una historia que pasa todos los días del año, y actúa como "comodín de los afectos". Es la historia de un especie de espacio que me habita, que se asemeja a un hormiguero de cristal inmenso, un tejido de burbujas interconectadas que guardan el cariño y los recuerdos que tengo con las personas que pasan, están o han pasado por mi vida.
Esas burbujas tienen un microclima (ya se ve en las letras de la palabra "burbuja") donde lo que se atesora vibra: huele a césped recién cortado, tiene la intensidad de los colores de después de la lluvia o es suave como los tejidos blandos de los pijamas. En esas burbujas el recuerdo vive continuamente con placidez y eternidad; lo que allí sucede es un siempre y es en esférico como una canica que quiere ser abrazo.
Esta historia, que es casi un confesión, es mi manera de querer en secreto a las personas que estáis o habéis estado en mi vida: os hago una burbuja en un hormiguero eterno y de cristal que está dentro de mí, y allí os guardo felices y riendo como sonajeros, ya sea Navidad, noviembre o primavera.
jueves, 25 de diciembre de 2014
sábado, 6 de diciembre de 2014
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Tengo mi disco duro lleno de textos que escribo y a los que
no pongo fecha. El pasado es una cosa ancha que se va acumulando. Papá ayer
coincidió conmigo cuando le dije que una vida contiene muchas vidas; acabábamos
de pasar por la casa que era de mis abuelos y los dos nos dimos cuenta de que
ese tiempo-lugar (cronotopo) ya no nos pertenecía, pero a la vez, ese
tiempo-lugar (cronotopo) nos sobrevivía dentro. Mi abuelo murió. Mi tío murió.
Mi abuela es la siguiente al recuerdo de mi abuela, y es otra desde que ellos
no están. Recordé el parqué; cómo mi hermana y yo nos tumbábamos en ese suelo
que siempre estaba caliente. En esa casa nunca hacía frío. A veces hacía tanto
calor que las mejillas se nos encendían y nos quedábamos en camiseta de
interior. Alejandra y yo nos tumbábamos en el suelo y cogíamos cada una a mi
tío por un tobillo y le pedíamos que nos arrastrase a lo largo del pasillo, y
gritábamos de felicidad. También estaba el olor a pan tostado de la cocina. Y
las pastillas de levadura de cerveza del abuelo. Las vitrinas con suvenires de
los viajes y unas bandejas con fotos de desayunos ingleses. Había un sofá al
que accedíamos por el reposacabezas. Le dije a mi padre que a veces me parece
que se puede volver. Que todo esto de la "adultez" y todos los añadidos
que la acompañan, han sido entretenidos; una obra aplaudible, pero al final una
ficción menor. Que la verdad era esa, que lo demuestra la inmensidad de esos
recuerdos, su duración de eco estertóreo en las adentruras de mi
cuerpo-memoria-universo. Le dije que creía que se podía volver, que echaba de
menos que alguien velase por mí, que a veces soñaba con dejar de ser fuerte y
que la adultez tiene mucho de lucha, hasta cuando va bien. Después cambiamos de
tema y aparcamos el coche. Yo llegaba tarde porque había quedado y el no tenía
nada en la nevera.
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