martes, 27 de octubre de 2009

Inasible

Llevo varios días sin poder sentarme a escribir.
Miento.
Me he sentado, he escrito pero no he publicado.
Este espacio lo dedico para hablarme a mi, básicamente a mi, pero dejándome oír. Y hay cosas que no pueden ser escuchadas, porque no son sólo mías. Yo sé lo que me digo.
Acabo de releer Fantasmas. Lo comentaremos dentro de unas semanas en el Club de Lectura. Lo propuse yo y hoy he vuelto a recordar porqué lo hice. De alguna manera, ese tipo de literatura, ese Auster (o todos los Auster que haya) alimentan una parte de mí, marginal y recóndita. Quizá sólo sean las miserias de mi fantasía, o quizá no. Son ideas que me vienen de manera recurrente: la soledad, la otredad, la identidad, la nada. No hablo de marginalidad social, ni siquiera de marginalidad intelectual (no he leído nada, soy una ignorante absoluta), más bien hablo de frío. Mi infancia. Las madrugadas de mi infancia. Allí estaban mis padres, la seguridad, y yo sin embargo, sentía el frío de la vida, lo inasible, el vértigo de la soledad, que me hacía vivir encapsulada y buscando torpemente razones. Entonces, sin apenas referentes, era terrible, porque no había razones, no había nada, y yo sólo podía decir que tenía "frío por dentro", un frío incombustible, que me congelaba, que me aterraba. Con los años he entendido ese frío infantil, he racionalizado ese frío infantil o quizá me he acostumbrado a él. A ese salto mortal que media entre mi y lo otro, y que me obliga (torpemente de nuevo) a vivir en una especie de dualidad, el individuo y la otredad. Ellos (vosotros) allí, y yo, aquí, observando de lejos. Siempre observando.
No es triste. Es así. Incluso diría que he aprendido a participar, a ser parte de los otros, aunque, secretamente, siempre que lo hago me siento un poco farsante. O no. No lo sé. Me maravilla la gente que sabe perfectamente quien es, su identidad, como si fuese algo compacto, casi cuantificable. Mi identidad, en cambio, la percibo como algo móvil, líquido, perturbadoramente inquieta. Inasible.
Pero cada vez tengo menos miedo de caminar por aguas movedizas. Eso hacen los años.

sábado, 17 de octubre de 2009

No puedo permitirlo

Dice, osadía la suya, que quiere verme en mi casa, sin tacones, con gafas, en pijama, sin escudos supongo, sin respuestas rápidas, ni ironías, en silencio o con música suave o con boleros, porque mi casa es así, una vez que cierro la puerta, mi paraíso privado y exclusivo al que poca gente tiene acceso. Puedes venir a una cena, tal vez a una fiesta, a ver una película o a jugar al Trivial, pero... ¿verme a mi? ¿verme a mi de manera íntima? No, lo siento, no. No puedo permitirlo. Entrar ahí es entrar en terreno pantanoso. No puedo permitirlo. Me vuelvo una gata callejera, rancia, rabiosa. Saco las uñas. Es tan difícil. Lo siento. No puedo permitirlo. No vas a verme vulnerable, y herida, y más frágil de lo que puedas imaginar. No. Soy territorial, solitaria, muy mía. Lo siento. No puedo permitirlo. No puedo permitirlo, y por eso, así me va.

martes, 13 de octubre de 2009

Ufff

Liliana ha vuelto a colocar las tazas a su gusto. Ha vuelto a apilar los jabones de la ducha a su manera. Adoro a Liliana, pero no suporto que altere mi orden. Ella viene a mi casa un día a la semana, me hace la vida más fácil y yo pago por ello feliz. Es una persona que me facilita la vida, pero no entiendo por qué no puede seguir mi orden. Esta es una manía que desarrollé durante la oposición y no he conseguido superar. Uno de estos territorios pantanosos en los que me confieso arisca y difícil de llevar. En una especie de ejercicio simbólico, he dotado al orden de determinados objetos e incluso a ciertos objetos en sí mismos, de un valor del que, racionalmente sé que carecen, pero que en una parte atávica de mi, tiene sentido. Si ese orden se altera, mi orden vital, personal, mis cosmos puede verse alterado. Y esa idea me resulta sumamente perturbadora. Así que, los días que viene Liliana, después debo repasar una a una mis manías, recordarme que son absurdas, y sin embargo, organizar tazas y jabones por si acaso, no sea cosa que se hunda mi mundo por una taza mal puesta o un jabón mal orientado. Ufff.

domingo, 11 de octubre de 2009

Anguila

Así, en pijama de algodón, como recién levantada, sin maquillaje ni tacones, con las gafas y el pelo enmarañado parezco inocente y pequeña y naif y transparente.

Hace un rato ha venido mi madre a transplantar una enorme maceta que yo apenas podía mover. Es la tercera vez que la cambiamos de tiesto. Mi madre lo resume diciendo que a la planta "le ha gustado el sitio". Yo empiezo a temer que quiera invadir mi vivienda. Crece mucho y está preciosa. Todas mis plantas están preciosas. Me costará encontrar una terraza tan bonita como esta. Le he contado la noche de ayer a mi madre, le he vuelto a explicar porqué utilizo poco la cocina, porqué esta vida, que si yo quiero esto, que si tengo esto otro, que si sueño, que si no, que si tal. Las madres deben tener una paciencia infinita, porque reconozco que muchas veces me repito. Y ella atiende, siempre atiende a mis palabras, sin quejarse, sin reprochar. Y no sólo atiende, sino que además, hace que me sienta escuchada y comprendida, y querida. Y ahora que lo pienso, jamás seré tan buena madre como mi propia madre. Y luego hemos hablado del amor. Y de las amigas, de sus amigas. Y de cine. Y luego le he enseñado un pantalón nuevo que tengo y me ha preguntado que qué quiero para mi cumpleaños, y le he dicho que alguna camisa, y que la talla será la XS. Entonces, entonces ella me ha descubierto algo muy importante. Ha dicho: "Estás muy delgadita, eres muy pequeña. Pareces una anguila. Eres mi anguilita". Tantos años preguntándome que soy y mi madre tenía la verdad. Soy una anguila.

viernes, 9 de octubre de 2009

Días de fiesta

Una pausa para reconciliarme con la vida tranquila. Días de asueto para ver la luz del sol con otros ojos, los ojos del reposo, una mirada serena. Estamos en octubre y la vorágine del día a día me ha convertido en un ser multiplicado, que puede estar en cualquier lado en cualquier momento, pero siempre corriendo. Y hoy, por fin y gracias, me he relajado. Me he despertado a la hora que yo considero idónea para mi cuerpo, esto es, las ocho de la mañana, he tomado mi café y, en pijama y en silencio, he dejado fluir el tiempo entre estudios y lecturas. Después, he recogido la casa, he fregado incluso lo que había dentro del lavavajillas, he hecho la cama, he hervido coliflor, he doblado la ropa. Ya ves tú, qué cosas más tontas pueden hacerme sentir bien. Pero sí, lo confieso, aunque soy yo la que se propone siempre metas más altas y procura alcanzar la luna, siento un íntimo placer en lo rutinario y cotidiano, en lo sencillo y más elemental. Como comerse una manzana a las once de la mañana.

domingo, 4 de octubre de 2009

Muy niña, muy pava, muy crédula

A veces me canso mucho de mi misma. No me sorporto. Me aburre parecerme a mi. Pareciendo fuerte, segura de mí misma, sofisticada, mierda. Sofisticada mierda. Yo sé que no es así, sé que nada de eso es cierto, que todo ha sido una cortina de humo que he ido creando durante años y donde ya es casi imposible adivinar qué es real y qué no lo es. Qué pereza. No hay ninguna fortaleza, ni ninguna seguridad, mal que me pese, no hay nada de nada. Mi sofisticación se limita a los zapatos de tacón, y también hay bastante de complejo en ellos. No soy un personaje, pero estoy harta de parecer inquebrantable, cuando en realidad me siento tambalear constantemente. Cuando en realidad mi devoción por lo ajeno, también tiene algo de súplica. Sí, yo también quiero que se me cuide, que se me mime, porque me viene grande muchas veces la vida de adulta responsable, porque por mucho que aprenda siempre siento que no sé lo suficiente, porque debajo de lo que se ve, soy muy niña, y muy pava, y muy crédula, y sufro, y padezco, más allá de ironías y sarcasmos, más allá de referentes culturales, de políticas, de ropajes, de credos. Me sé pequeña y deseo que se sepa.

jueves, 1 de octubre de 2009

Día a día

Mis últimas semanas se están desarrollando como una sucesión de actividades infinitas. Apenas tengo tiempo de parar, y cuando lo hago, no es porque haya terminado con mis ocupaciones, sino porque el cuerpo no me responde. El cuerpo, la debilidad, el agotamiento se imponen frente a la voluntad de ser una todoterreno. En ese estado, melindroso y lacónico, deseo con fuerza una vida serena, de pocas pretensiones, con una actividad centrada en lo rutinario. Hasta confieso que llego a desear cierta vulgaridad ordinaria, como sentarse delante de la televisión y no leer otra cosa que revistas del corazón. A veces también deseo dejar de ser independiente, y llegar a casa y tener la comida en la mesa y la ropa lavada y planchada, y un compañero que me diga: "Siéntate en el sofá que voy a darte un masaje en los pies, mientras vemos cualquier comedia de Doris Day". Todo esto lo pienso mientras termino los ejercicios de japonés, preparo las actividades de comentario de texto para los de segundo de bachillerato, llamo a mi padre para comer hoy a mediodía, confirmo mi asistencia a la cena del sábado, repaso los puntos que debo tratar en mi tutoría, pongo una lavadora, me recuerdo que no queda leche en la nevera y echo un vistazo a los apuntes del doctorado que debo estudiarme este fin de semana. Vuelvo a la realidad, se me acabado el tiempo de las ensoñaciones.